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La Compañía de María
de las promesas bautismales, apuntando a una conversión
de toda la vida. Cómo no sentir pues, el eco misionero
de Montfort en los viajes, y el clamor apostólico de Juan
Pablo II, peregrino del Evangelio por todas las rutas del
mundo: “Yo también soy monfortiano”; “Abran las puertas
a Jesucristo”; el eco misionero de Francisco “La alegría
del Evangelio que llena la vida de la comunidad de los
discípulos es una alegría misionera” (E.G.21).
La conversación de Luis María con su amigo Blain en el
otoño de 1714 proyecta un precioso rayo de luz sobre la
vida del santo misionero y sobre el sentido de las Reglas que
da a los miembros de la Compañía de María. La sabiduría
del misionero, del hombre apostólico, consiste en procurar
la gloria de Dios a costa de la propia, en ejecutar nuevos
designios. Teniendo siempre algo nuevo que emprender,
es imposible que los misioneros, los hombres apostólicos,
no hagan hablar de ellos. Si la sabiduría consiste en no
hacer nada nuevo por Dios, en no emprender nada por su
gloria, por miedo a lo que digan, los apóstoles hubieran
hecho mal al salir de Jerusalén. Siendo la obediencia el
sello seguro de la voluntad de Dios, no hay que apartarse
de ella. Si una obra, comenzada con el consentimiento
de lo superiores, deja de tenerlo, hay que someterse a las
órdenes de la Providencia y aceptar de buen grado las
cruces y persecuciones como corona y recompensa de las
buenas intenciones. Con ello Montfort no rinde culto a la
norma, sino a la voluntad de Dios.
Su deseo es que el misionero predique una doctrina
segura y busque la perfección de la caridad a través de
su “misión apostólica”, en la línea de su prueba heroica
ante el Calvario de Pontchâteau, de su Carta a los Amigos
de la Cruz, 1714, y de la peregrinación a Nuestra Señora
des Ardilliers para “obtener de Dios, por intercesión de la
Santísima Virgen, buenos misioneros que sigan las huellas
de los apóstoles en total abandono a la Providencia y en la
práctica de todas las virtudes”.
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