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La Compañía de María
Concilio Vaticano II declara “misionera por naturaleza”:
Ad Gentes, y que tiene actualmente en América Latina y
el Caribe la mayoría de sus miembros como testigos y
apóstoles para el mundo entero.
Montfort conoció, sufrió y amó la cruz y sabe que los
Monfortianos la conocerán como él. Cuando presenta a
los sucesores de Poullart des Places, en 1713, su proyecto
de fundación, ha bebido lo más amargo de su cáliz y
soportado las más pesadas cruces. Desde París le escribe a
su hermana el 15 de agosto del mismo año con indecible
gozo: “Un enjambre de pecadoras y pecadores, a quienes
ataco, no me da tregua ni a mí ni a los míos. Siempre alerta,
siempre sobre espinas... Así estoy, sin tregua ni descanso,
desde hace trece años, cuando salí de San Sulpicio. No
obstante, querida hermana, bendice al Señor por mí. Pues
me siento feliz en medio de mis sufrimientos, y no creo
que haya nada en el mundo tan dulce para mí como la cruz
más amarga, siempre que venga empapada en la sangre
de Jesús crucificado y en la leche de su divina Madre”.
Pero además de este gozo interior hay gran provecho
en llevar la cruz... “Nunca he logrado mayor número de
conversiones que después de los entredichos más crueles
e injustos” (C 26).
Consciente de que “los suyos” cargarán su cruz como
él, les previene de no maravillarse “de las extrañas
persecuciones y calumnias que se alzan y promueven
contra los predicadores que han recibido el don de la
Palabra eterna, como deben ser un día todos los hijos de la
Compañía de María” (RM 61).
La última línea del Tríptico es una frase que no termina...
La sinfonía queda pues inacabada, lo que se torna
particularmente significativo. En efecto, la función de la
Compañía de María no está terminada. Los Monfortianos
no son todavía “como deben ser un día”. En los sabios
designios de la Divina Providencia, la admirable sinfonía
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