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↑ ÍNDICE


                                                     El Amor de la Sabiduría Eterna

                        1. Excelencia de su persona

                   La primera es la excelencia de su persona, que comunica
                   valor infinito a cuanto sufre en su pasión. Si Dios hubiera
                   enviado un serafín o un ángel del último coro para que,
                   haciéndose hombre, muriera por nosotros, hubiera sido,
                   en  verdad,  algo  admirable  y  digno  de  nuestra  eterna
                   gratitud.  Pero  que  el  mismo  Creador  del  cielo  y  de  la
                   tierra, el Hijo único de Dios, la Sabiduría eterna, se haya
                   encarnado y haya dado su vida –a cuyo lado las vidas de
                   todos los ángeles, de todos los seres humanos y de todas
                   las criaturas juntas son infinitamente menos importantes
                   de lo que sería la de un mosquito comparada con la de
                   todos los reyes–, ¡qué exceso de amor no resplandece en
                   este  misterio  y  cuál  no  debe  ser  nuestra  admiración  y
                   gratitud!

                        2. Padecimientos, incluso por sus enemigos


                   156  La  segunda  circunstancia  es  la  condición  de  las
                   personas  por  quienes  padece.  Son  seres  humanos,
                   criaturas despreciables, enemigos suyos, de quienes nada
                   podía  temer  ni  esperar.  Se  han  dado  casos  de  personas
                   que mueren por sus amigos. Pero ¿se dará jamás el caso
                   –excepto el del Hijo de Dios– de que alguien muera por
                   sus enemigos? Pero Cristo murió por nosotros cuando éramos
                   aún pecadores –es decir, enemigos suyos–; así demuestra Dios
                   el amor que nos tiene (Rom 5,8).

                        3. Enormidad y duración de sus múltiples padecimientos

                   157  La tercera circunstancia es la multitud, enormidad y
                   duración de sus padecimientos. Fue tal el torrente de sus
                   dolores, que se le llamó hombre de dolores (Is 53,3), en quien
                   desde la planta del pie hasta la cabeza no queda parte ilesa (Is
                   1,6).



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