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↑ ÍNDICE


                                                     El Amor de la Sabiduría Eterna

                   por  el  peso  de  la  cruz;  sus  manos  y  pies,  taladrados
                   por los clavos; su costado y corazón, atravesados por la
                   lanza. En una palabra: todo su cuerpo fue desgarrado sin
                   misericordia por más de cinco mil azotes, de forma que se
                   veían sus huesos medio descarnados.

                   Todos sus sentidos se vieron sumergidos en este mar de
                   dolor: sus ojos, al contemplar las mofas y burlas de sus
                   enemigos y las lágrimas y desolación de sus amigos; sus
                   oídos, al escuchar las injurias, los falsos testimonios, las
                   calumnias  y  horrendas  blasfemias  que  aquellas  bocas
                   malditas  vomitaban  contra  Él;  su  olfato,  al  percibir  la
                   fetidez  de  los  salivazos  que  le  lanzaban;  su  gusto,  al
                   padecer aquella sed abrasadora que, en son de burla,
                   pretendieron mitigar dándole a beber hiel y vinagre; y su
                   tacto, al experimentar el exceso de dolor que le causaron
                   los azotes, las espinas y los clavos.

                   162  El  alma  santísima  de  Jesús  se  vio  cruelmente
                   atormentada por los pecados de todos los seres humanos
                   –como  otros  tantos  ultrajes  inferidos  al  Padre,  a  quien
                   amaba infinitamente– y a causa de la perdición de tantas
                   almas que, no obstante su pasión y muerte, se condenarían.
                   Sentía  compasión  no  sólo  de  todos  en  general,  sino  de
                   cada uno en particular,  dado que los conocía a todos
                   distintamente.

                   Contribuyó  a  aumentar  sus  dolores  la  duración  de  los
                   mismos.  Sufrió  desde  el  momento  de  su  concepción
                   hasta su muerte, puesto que, gracias a la luz infinita de
                   su sabiduría, veía distintamente y siempre tenía presentes
                   todos los males que debía soportar.

                   Añadamos a estos tormentos el más cruel y espantoso de
                   todos: el abandono en la cruz cuando exclamó: Dios mío,
                   Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27,46).




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