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                                                     El Amor de la Sabiduría Eterna

                   168  Pero  su  amor  dicta  leyes  a  su  omnipotencia.  Quiso
                   encarnarse  para  testificarle  al  ser  humano  su  amistad.
                   Quiso  descender  personalmente  a  la  tierra  para  hacerlo
                   subir  al  cielo.  ¡Está  bien!  Pero  desde  luego  que  esta
                   Sabiduría  encarnada  se  presentará  gloriosa  y  triunfante,
                   acompañada de millones y millones de ángeles, o al menos
                   de  millones  de  seres  humanos  escogidos,  y  con  estos
                   ejércitos,  esplendor  y  majestad,  lejos  de  la  pobreza,  los
                   oprobios,  las  humillaciones  y  las  debilidades,  arrollará  a
                   todos sus enemigos y conquistará los corazones de los seres
                   humanos con sus encantos, delicias, nobleza y tesoros.

                   ¡Pero no! ¡Nada de eso! ¡Cosa sorprendente! Ve algo que
                   para los judíos es motivo de escándalo y horror, y para
                                               102
                   los paganos, objeto de locura : un vil e infame madero,
                   destinado  a  la  confusión  y  suplicio  de  los  mayores
                   criminales, al que llaman patíbulo, horca o cruz. Y en la
                   cruz  detiene  su  mirada.  En  ella  se  complace,  la  prefiere
                   a lo más sublime y brillante del cielo y de la tierra, para
                   hacer de ella el arma de sus conquistas y el atavío de su
                   majestad,  la  riqueza  y  complacencia  de  su  imperio,  la
                   amiga y esposa de su corazón. ¡Qué abismo de riqueza, de
                   sabiduría y de conocimiento el de Dios! (Rom 11,33). ¡Qué
                   elección tan sorprendente! ¡Qué designios tan sublimes e
                   incomprensibles! ¡Qué amor a la cruz tan inefable!

                   169  La Sabiduría encarnada amó la cruz desde sus más
                   tiernos  años:  La  quise  desde  muchacho  (Sab  8,2:  ver  CT
                   126). Apenas entró en el mundo, la recibió de manos del
                   Padre en el seno de María. La colocó en su corazón, como
                   soberana, diciendo: Dios mío, lo quiero; llevo tu ley en mis
                   entrañas (Sal 40 [39],9). ¡Oh Dios y Padre mío, escogí la cruz
                   cuando estaba en tu seno! ¡La vuelvo a elegir ahora en el
                   de mi Madre! ¡La amo con todas mis fuerzas y la coloco en
                   medio de mi corazón para que sea mi esposa y soberana!
                   (Sab 8,2).


                   102 1Cor 1,23: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos un
                      escándalo, para los paganos una locura...”
                                                                      217
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