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Carta a los Amigos de la Cruz
abandonado por los Sulpicianos, presa de oscuras noches
místicas, piensa en retirarse a la vida eremítica o dejar su
patria para evangelizar a los infieles.
El Papa Clemente XI lo disuade y le pide volver a
Francia para dedicarse a la renovación de la Iglesia como
Misionero Apostólico. Emprende entonces el gran trabajo
de su vida: las misiones populares, aceptando las cruces y
persecuciones que no faltarán en su seguimiento de Cristo
y del Evangelio. De 1706 hasta el final de su peregrinación
terrena, el 28 de abril de 1716, Montfort saborea
mortificaciones, resistencias, insucesos: expulsado de
varias diócesis, injuriado por eclesiásticos, amenazado de
muerte por veneno y puñal, lleva una vida incómoda y sin
descanso, marcada por los estigmas de duros sufrimientos.
El mayor de todos fue sin duda la orden imprevista del
Rey Sol para demoler en 1710 el Calvario de Pontchâteau
construido con el trabajo de millares de creyentes para
recordar el amor del Dios crucificado.
La grandeza moral de Montfort surge en medio de tantas
situaciones humanamente desesperadas. Sin dejarse
oprimir por el peso de las humillaciones, las acepta en
actitud de adhesión a Dios y más aún, con gozo: “...me
siento feliz en medio de mis sufrimientos, y no creo que haya
nada en el mundo tan dulce para mí como la cruz más amarga,
siempre que venga empapada en la sangre de Jesús crucificado
y en la leche de su divina Madre... Nunca he logrado mayor
número de conversiones que después de los entredichos más
crueles e injustos” (C 26).
También soporta Luis María angustias y desalientos que
supera con la fuerza de su confianza en Dios: “Si no
tuviera la esperanza de que tarde o temprano oirás a este pobre
pecador, como has oído a tantos otros, te pediría insistentemente
con un profeta: ¡Quítame la vida! Pero la confianza que tengo
en tu misericordia me obliga a decir con otro profeta: No he de
morir...” (SA 14).
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