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El Amor de la Sabiduría Eterna
– Carpio, ¿tú me pides venganza? ¡No me conoces! ¿Sabes
lo que pides y cuánto me han costado los pecadores?
¿Por qué deseas que los condene? ¡Los amo tanto que
estaría dispuesto, si fuera necesario, a morir de nuevo
por cada uno de ellos!
Y, acercándose a Carpio, le mostró las espaldas desnudas
y añadió:
– «Carpio, si quieres venganza, ¡véngate en mí, no en los
pobres pecadores!» 92
131 Al considerar todo esto, ¿cómo no amar a esta
Sabiduría eterna, que nos ha amado y nos sigue amando
más que a su propia vida y cuya belleza y dulzura superan
a todo lo más bello y dulce que hay en el cielo y en la tierra?
132 Refiérese en la vida del Beato Enrique Suso que un
día la Sabiduría eterna –tan tiernamente amada por
él– se le apareció de la siguiente manera: había tomado
forma corporal, estaba rodeada por una nube clara y
transparente y se hallaba sentada sobre un trono de marfil.
Sus ojos despedían un fulgor semejante al sol de mediodía.
Su corona era la eternidad; sus vestidos, la felicidad; su
palabra, la suavidad; de sus abrazos brotaba la dicha de
todos los bienaventurados.
Enrique la contempló en toda esta pompa. Lo que más le
maravilló fue el contemplar que tan pronto parecía una
hermosa doncella, portento de la hermosura del cielo y de
la tierra; tan pronto un gallardo joven que hubiese agotado
todas las bellezas creadas para hermosear su rostro. Unas
veces, la veía elevar la cabeza por encima de los cielos y al
mismo tiempo hollar con sus pies los abismos de la tierra.
Ya la veía cerca; ya, lejos de sí. Unas veces majestuosa, otras
condescendiente, benigna, dulce y llena de ternura para
92 Dionisio Aeropagita, Epístola 8, & 6: PG 3,1097-1103.
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