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              Obras Completas de San Luis María Grignion de Montfort

              dulzura.  Desea  más  perdonar  que  brillar.  Desea  más
              mostrar la abundancia de su misericordia que ostentar las
              riquezas de su gloria.

              128  Si atiendes el testimonio de los acontecimientos, verás
              que, cuando la Sabiduría encarnada y gloriosa se apareció
              a  sus  amigos,  no  lo  hizo  entre  truenos  y  relámpagos,
              sino benigna y dulcemente; no asumió la majestad de un
              soberano o la del Dios de los ejércitos, sino la ternura del
              esposo y la dulzura del amigo.

              Algunas veces se muestra en la Eucaristía, pero no recuerdo
              haber leído jamás que se presentara en forma distinta a la
              de un tierno y gracioso niño.

              129  Hace algún tiempo, un desdichado se enfureció por
              haber perdido en el juego toda su fortuna. Desenvainó la
              espada contra el cielo, culpando al Señor por la pérdida de
              sus bienes. Y ¡cosa extraña! En lugar de los rayos y truenos
              que hubieran debido caer sobre él, vio descender del cielo
              un  papelito  que,  revoloteando,  vino  a  caer  cerca  de  él.
              Sorprendido,  lo  recoge,  lo  despliega  y  lee:  Misericordia,
              Dios mío (Sal 50[51],1). Cayósele la espada de las manos,
              y, conmovido hasta lo profundo del corazón, se postró en
              tierra y pidió perdón.

              130  Cuenta  San  Dionisio  Areopagita  que  un  obispo,
              llamado  Carpio,  había  convertido  a  un  idólatra  a  costa
              de  grandes  trabajos.  Pero,  enterado  de  que  otro  pagano
              le había hecho apostatar en un instante, se dirigió a Dios
              rogándole durante toda una noche con insistentes plegarias
              que castigara al culpable de la injuria inferida a la divina
              Majestad. Y mira que, hallándose en lo más ferviente de
              su plegaria y de su celo, vio que se abría la tierra y que
              los demonios trataban de arrojar al infierno al pagano y
              al apóstata. Al alzar los ojos, vio que se abrían los cielos y
              que Jesucristo avanzaba hacia él rodeado de multitud de
              ángeles. El Señor le dice:
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