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La Compañía de María, Regla de los Sacerdotes Misioneros
elocuencia viva; pero ¡qué lástima! Todo esto es solamente
humano y natural, y por ello no produce sino fruto natural y
humano. La secreta complacencia que brota de una pieza tan
bien compuesta y estudiada sirve de flecha a Lucifer, el sabio
orgulloso, para enceguecer al predicador. La admiración
popular, que sirve a los mundanos de pasatiempo durante
el sermón y de entretenimiento en las tertulias después de
él, es el único fruto de sus trabajos y sudores. Como sólo
azotan el aire y no hieren más que los oídos, no hay que
extrañarse de que nadie los ataque y de que el espíritu de
mentira ni se mueva: todos sus bienes están seguros, (Lc 11,21).
Dado que el predicador a la moda no ataca el corazón, que
es la ciudadela donde el tirano se ha hecho fuerte, éste no
se inquieta mucho por el barullo de fuera.
61 Pero que un predicador lleno de la palabra y del espíritu
de Dios abra apenas la boca, y todo el infierno toca alarma y
remueve cielo y tierra para defenderse. Es entonces cuando
se traba una sangrienta batalla entre la verdad, que brota de
la boca del predicador, y la mentira, que sale del infierno;
entre los oyentes que, por su fe, se hacen amigos de esta
verdad y aquellos que, por su incredulidad, se tornan
seguidores del padre de la mentira. Un predicador con este
temple divino removerá, con las solas palabras de la verdad,
aunque dichas con mucha sencillez, toda una ciudad y toda
una provincia, por la guerra que en ellas se levante. Lo cual
no es sino prolongación del terrible combate que se libró
en el cielo entre la verdad de San Miguel y la mentira de
Lucifer, (ver Ap 12,7) y fruto de las enemistades que Dios
mismo ha puesto entre la raza predestinada de la Santísima
Virgen y la raza maldita de la serpiente (ver Gén 3,15). No
hay, pues, que extrañarse de la falsa paz que cosechan los
predicadores a la moda y de las tremendas persecuciones y
calumnias que se alzan y promueven contra los predicadores
que han recibido el don de la palabra eterna, como deben
ser un día todos los hijos de la Compañía de María: los que
evangelizan con todo empeño, (Sal 67,12 [Vulgata]).
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