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              Obras Completas de San Luis María Grignion de Montfort


              62  12.  El misionero apostólico predica, pues, con sencillez,
              sin  artificios;  con  verdad,  sin  fábulas,  ni  mentiras,  ni
              disfraces; con intrepidez y autoridad, sin miedo ni respeto
              humano; con caridad, sin herir a nadie, y con santidad,
              no mirando sino a Dios, sin otro interés que el de la gloria
              divina y practicando primero él lo que enseña a los demás:
              empezó Jesús a hacer y enseñar, (Hch 1,1).


              63  13. Evitan en la predicación muchos escollos en los
              que el demonio hace caer con frecuencia a los predicadores
              noveles y a algunos otros bajo pretexto de celo, como: 1º,
              complacerse en lo que dicen y en el fruto que alcanzan; 2º,
              mendigar aplausos directa o indirectamente después de la
              predicación; 3º, envidiar a otros al ver que son más seguidos,
              más patéticos, etc.; 4º, escuchar o promover murmuraciones
              contra otros predicadores; 5º, encolerizarse –algo que es
              muy fácil y natural– cuando los oyentes dan ocasión para
              ello mientras el predicador habla; 6º, apostrofar directa o
              indirectamente a un oyente nombrándolo veladamente,
              señalándolo con la mirada o con la mano o diciendo cosas
              que sólo pueden aplicarse a él; 7º, condenar continua,
              afectada o exageradamente a los ricos y grandes del mundo,
              a los magistrados u oficiales de la justicia; 8º, censurar,
              criticar o detallar los pecados de los sacerdotes. Todos estos
              excesos son reprensibles, capaces de sublevar los espíritus
              y hacer perder al misionero, por santo y bien intencionado
              que sea, todo el fruto de la palabra de Dios o, al menos, gran
              parte de él.

              64  14. El buen predicador debe considerarse, al proclamar
              la palabra divina, como un criminal inocente en el banquillo,
              donde ha de soportar, sin vengarse, los falsos juicios de
              todo un auditorio, frecuentemente indispuesto contra él, las
              censuras y malas interpretaciones que los sabios orgullosos
              hacen de sus palabras; las burlas, chanzas y desprecios de
              los impíos hacia su persona y, en fin, las calumnias de todo
              un pueblo. El buen predicador hará consistir la fuerza de su
              celo no sólo en predicar con energía, sino también en resistir
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