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              Obras Completas de San Luis María Grignion de Montfort


              mira al mundo como un desierto horrible y aparta de él su
              corazón, no se enreda en los negocios: ningún soldado en
              activo se enreda en los asuntos civiles, (2 Tim 2,4). No se rinde
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              a sus parientes y amigos del mundo...

              12  Así, pues, como un viajero que tiene prisa de llegar
              a una ciudad importante a la cual dirige rápidamente
              sus pasos, concentrado sólo en este pensamiento, cruza
              indiferente, sin detenerse a contemplar la belleza de los
              paisajes que atraviesa, de la misma manera, el misionero,
              desprendido como un san Francisco, camina a toda prisa
              hacia la celestial Jerusalén. Enamorado únicamente de
              los encantos de esta inmortal ciudad de paz y gloria, sólo
              tiene ojos para contemplarla; no llamará pena a lo que le
              cuesta para llegar a ella, ni placer a lo que de ella le puede
              apartar. Como otro san Pablo, no considera las cosas visibles,
              sino las invisibles, porque –se dice a sí mismo– las cosas
              visibles son pasajeras y perecederas; la muerte las arrebata
              cuando uno cree poder gozar de ellas, frecuentemente se
              pierden con amargura aún antes de la muerte... mientras
              que los bienes invisibles –esos bienes inefables que sólo
              pueden saborearse en la posesión de Dios– son eternos.
              Así, finalmente, el misionero, sostenido y animado por
              esta noble esperanza que reposa en el fondo de su corazón,
              y perseverando en su santa y sublime vocación, tendrá
              la dicha de poder repetir confiadamente, en la hora de la
              muerte, las hermosas y consoladoras palabras del más celoso
              de todos los misioneros de Jesucristo: He combatido el buen
              combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe. Por lo demás,
              ya me está preparada la corona de justicia, que me otorgará aquel
              día el Señor, justo juez... (2 Tim 4,7-8).






              15  El  manuscrito  original,  en  su  estado  actual,  termina  con  esta  frase
                 incompleta. La última parte ha desaperecido. Un viejo cuaderno (1837)
                 del Archivo General de la Compañía de María presenta como final las
                 líneas que reportamos como n. 12; su atribución a Montfort es dudosa.
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