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Un Santo  para nuestros tiempos


                   en París, estaba en La Rochelle a la espera de embarcarse
                   para las misiones lejanas. Montfort lo convenció para que
                   se quedara con él. El mismo año se unió al misionero otro
                   sacerdote, Renato Mulot, quien será más tarde su ejecutor
                   testamentario y seguirá la obra de las misiones después de
                   la muerte del Montfort. De estos laicos y sacerdotes nació
                   la Compañía de María.

                   En las misiones, Montfort se había creado su propio
                   método, con una organización a la que había dado una
                   impronta particular; también los momentos celebrativos
                   litúrgicos habían asumido formas y contenidos propios
                   y, en parte, originales. Una misión comenzaba con la
                   invitación a la escucha de la predicación, con el fin de
                   procurar la conversión y llevar a los fieles a confesarse y
                   comulgar. Sólo después de este paso, eran admitidos a las
                   otras celebraciones: procesiones, paralitúrgias, visitas al
                   cementerio, celebraciones marianas, constitución de una
                   cofradía, erección de un calvario. Particular importancia
                   tenía la celebración de la renovación de las promesas
                   bautismales y la firma del “Contrato de alianza con
                   Dios”, hecha públicamente como solemne compromiso de
                   perseverar en los buenos propósitos de la misión. En este
                   contexto la consagración total de sí mismo a Jesucristo por
                   las manos de María y más en general la devoción a la Virgen
                   Santa era propuesta como medio privilegiado para ser fieles
                   al propio bautismo con la consigna: a Jesús por María.

                   Incluso en los años de la plena actividad misionera, no
                   faltaron las dificultades para Grignion de Montfort.
                   Perduró clamoroso e inexplicable el episodio del calvario
                   de Pontchâteau, construido por todo el pueblo de la
                   región durante varios meses de trabajo y demolido
                   repentinamente  por la autoridades civiles, con una orden
                   que llegó en la vigilia misma de su inauguración, el 13 de
                   septiembre de 1710.


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