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              Obras Completas de San Luis María Grignion de Montfort

              Amemos, pues, a un Padre como éste y digámosle millares
              de veces: Padre nuestro que estás en el cielo. Tú, que llenas
              el cielo y la tierra con la inmensidad de tu esencia y estás
              presente en todas partes. Tú, que  moras en los santos con tu
              gloria, en los condenados con tu justicia, en los justos por tu
              gracia, en los pecadores por tu paciencia comprensiva: haz
              que recordemos siempre nuestro origen celestial, vivamos
              como verdaderos hijos tuyos y avancemos siempre hacia ti
              solo, con el ardor de nuestros anhelos.

              Santificado sea tu nombre. El nombre del Señor es santo y
              terrible, dice el profeta rey (Ver Sal 99 [98]3); el cielo resuena
              con las alabanzas incesantes de los serafines a la santidad
              del Señor Dios de los ejércitos, exclama Isaías (Is 6,3). Con
              estas  palabras  pedimos  que  toda  la  tierra  reconozca  y
              adore los atributos de un Dios tan grande y santo. Que sea
              conocido, amado y adorado por los paganos, los turcos,
              los hebreos, los bárbaros y todos los infieles. Que todos los
              hombres le sirvan y glorifiquen con fe viva, con esperanza
              firme,  con  caridad  ardiente,  renunciando  a  todos  los
              errores: en una palabra, que todos los hombres sean santos
              porque Él mismo lo es (Ver Mt 5, 48 y 1Pe 1,16).

              Venga a nosotros tu reino. Es decir, reina, Señor en nuestras
              almas con tu gracia en esta vida a fin de que merezcamos
              reinar contigo después de la muerte, en tu Reino, que es la
              suprema y eterna felicidad, en la cual creemos, esperamos
              y la cual deseamos. Felicidad que la bondad del Padre nos
              ha prometido, los méritos del Hijo nos han adquirido y la
              luz del Espíritu Santo nos ha revelado.

              Hágase tu voluntad en la tierra como  en el cielo.  Nada
              ciertamente  escapa  a  las  disposiciones  de  la  divina
              Providencia  que lo ha previsto y dispuesto  todo antes
              de  que  suceda.  Ningún  obstáculo  puede  apartarla  del
              fin que se ha propuesto. Y cuando pedimos que se haga
              su  voluntad,  no  es  porque  temamos  –dice  Tertuliano–
              que alguien se oponga eficazmente a la ejecución de sus
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