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                                                                 Carta No. 11


                   que deseaba introducir. El señor Obispo en persona y la
                   administración entera fueron los primeros en autorizarme
                   y permitirme hacer comer a los pobres en el refectorio y
                   salir por la ciudad mendigando para ellos algo con que
                   acompañar el pan seco. Hice esto durante tres meses, sin
                   que faltaran abundantes repulsas y contradicciones. Las que
                   aumentaron de día en día a causa de cierto llamado señor...
                   y de la señorita superiora del Hospital, de suerte que ‒por
                   obediencia al sustituto de Ud.‒ fui obligado a abandonar el
                   cuidado de aquellas mesas que contribuían eficazmente al
                   buen orden de la casa. Irritado contra mí, dicho señor, sin
                   motivo legítimo que yo sepa, me despreciaba, contrariaba y
                   ultrajaba en casa continuamente y denigraba mi conducta en
                   la ciudad ante los administradores. Lo que, extrañamente,
                   suscitó en contra suya a todos los pobres, los cuales me
                   aman, a excepción de uno que otro libertino o libertina
                   que se habían conjurado con él en contra mía. Durante esta
                   borrasca me mantuve callado y apartado, colocando mi causa
                   totalmente en manos de Dios y esperando sólo en su socorro,
                   a pesar de los consejos que en contra se me daban. Con este
                   fin hice un retiro de ocho días en casa de los Jesuitas. Allí
                   me sentí lleno de gran confianza en el Señor y su Santísima
                   Madre, seguro de que ellos tomarían ciertamente mi causa
                   en sus manos. Mi esperanza no fue defraudada. Al salir del
                   retiro, encontré enfermo a dicho señor, que murió a los pocos
                   días... La superiora, joven y llena de vigor, lo siguió seis
                   días más tarde. Más de ochenta pobres enfermaron y varios
                   de ellos murieron. Toda la ciudad pensaba que se había
                   declarado la peste en el Hospital y se decía públicamente
                   que la maldición había caído sobre esta casa. Y, no obstante
                   haber tenido que asistir a todos estos enfermos y muertos,
                   fui el único que no se enfermó.


                   Después de la muerte de aquellos superiores, he tenido
                   que padecer persecuciones aún mayores. Cierto pobre
                   instruido y orgulloso encabezó en el Hospital a un grupo
                   de libertinos para hacerme la guerra, defendiendo su causa
                   ante los administradores y condenando mi conducta. Solo
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