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              Obras Completas de San Luis María Grignion de Montfort


              poder manifestarle, en una sola carta, los mil incidentes y
              contrariedades que me han ocurrido y ocurren cada día.
              Padre querido, ésta es mi conducta y éstas mis acciones en
              resumen y con toda verdad.
              El señor Lévêque, mi segundo Padre después de Ud., me dio,
              en un exceso de benevolencia, algún dinero para mi viaje
              a Poitiers. Lo repartí a los pobres antes de salir de Saumur
              ‒donde hice una novena‒ y entré a Poitiers sin un centavo.
              El señor Obispo, de feliz memoria, me recibió con los brazos
              abiertos y me albergó y alimentó en el seminario menor, en
              espera de mi entrada al Hospital. Durante este período ‒que
              fue de cerca de dos meses‒ enseñé, a expensas de Monseñor,
              el catecismo a todos los mendigos de la ciudad, a quienes
              iba a buscar por las calles. Al principio lo hice en una capilla
              dedicada a San Nicolás. Luego ‒a causa de la multitud‒, bajo
              los pórticos. Y escuché a muchos en confesión en la iglesia
              de San Porchaire.
              El señor Obispo, importunado por los gritos y súplicas
              insistentes de los pobres del Hospital, me entregó a ellos
              poco después de la fiesta de Todos los Santos. Entré en este
              pobre Hospital ‒mejor dicho, en esta pobre Babilonia‒ con
              la firme resolución de llevar en seguimiento de Jesucristo,
              mi Maestro, las cruces que preveía habían de sobrevenirme,
              si la obra era de Dios. Cuanto me dijeron algunas personas
              eclesiásticas y experimentadas de la ciudad a fin de
              apartarme del propósito de meterme en esta casa de
              desorden ‒incorregible, según ellos‒, no hizo sino aumentar
              mi valor para emprender este trabajo, a pesar de mi personal
              inclinación, que ha sido siempre, y sigue siendo todavía,
              hacia las misiones.
              Los superiores, los subalternos del Hospital y aun toda la
              ciudad se alegraron de mi entrada. Pues me consideran
              como la persona enviada por Dios para reformar esta casa.
              Al principio, los superiores del Hospital, con quienes obraba
              siempre de acuerdo y más obedeciendo que mandando,
              me ayudaron a implantar y hacer guardar el reglamento
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